La lluvia aromatiza la tierra, a lo lejos escucho una canción, la letra me conmueve como casi siempre, aunque en realidad, me recorre una emoción más violenta que de costumbre, me siento turbada.
Me levanto a preparar un poco de té para que no me
estalle la cabeza, con la taza en la mano decido ir a buscar algo para leer.
Camino a la bodega, encuentro una pila de cajas empolvadas, mi mirada
apunta a una que dice 1989, la bajo del mueble, le quito el polvo y la abro; saco
un paquete de cartas sujetas por un listón rojo y en ese momento se desencadena
una lluvia de pensamientos, entre ellos la infinidad de cosas que he perdido en
mi vida. Pienso en el tiempo, en las personas que han muerto, en las que me han
abandonado, a las que yo he abandonado…
Han pasado 17 años desde esas cartas, recuerdo cada
lugar recorrido y cada detalle: el cielo tan alto y perfecto
que si alguien lo mirara fijamente le dolerían los ojos, el silbido del viento que
agitaba suavemente sus cabellos, recuerdo los pájaros rojos que alzaban el
vuelo cada tarde. La memoria es algo extraño porque, a decir verdad, en ese
tiempo a mí me importaban muy poco esos detalles, en ese momento solo pensaba
en mí y en el guapo hombre que siempre estaba a mi lado. Ya no puedo recordar
su rostro tan fácilmente, ya sabía que con el paso de los años, más borrosa
sería su imagen. Es triste pero cierto.
Al ver la caja empolvada, todo eso de lo que hablo
sacude una parte de mi cabeza ¿Cuál es la razón? No siento dolor, pero lo deseo.
Empiezo a leer las cartas una por una porque hay muchas cosas que no entiendo
todavía. Algo se hunde en mi interior al leer la primera.
12
de febrero, 1989
Hoy ha lloviznado en este pueblo febril, la humedad
alfombra el suelo vespertino, los niños corren, ríen y juegan, mientras las
vecinas, se apegan al perfume de la tarde rociando el piso.
La primera gota de esta lluvia levantó el vapor de
mi deseo y mi desdicha. ¿Me recuerdas? ¿Me piensas? ¿Por qué no dices de una
vez que me odias?
El peor castigo de haberte conocido, es el recuerdo
de tu pestaña sobre mi mejilla…
Confiésame, cómo nació el deseo de asfixiar este
cuello y los que me preceden, de dónde viene la alegría de no tener casa.
Quiero entender para no tener que odiarte.
Elena.
18 de Marzo de 1989
Querida Elena:
Surgió en mí, hace tiempo, como una suave y ligera
astilla que se clava a la carne, la necesidad de partir. Al principio fue
breve, ciega, transparente; pero con el paso de los días se volvió una mancha
en frente de mi vista, un ruido atroz detrás de mi oreja e igual que el perro
que enloquece con el sonido supersónico, inaudible para el resto del mundo, me
fui buscando.
Déjame narrarte, por favor, lo siguiente: todas las
tardes me siento en la mesita del jardín, porque es esa la hora en que el reloj
no se mueve y porque es el tiempo donde el frío cala tanto que le da forma a la
letra. Desde ese, mi lugar favorito, miro al cielo que se embarra de llovizna y
de niebla, y a lo lejos unas aves. Es ahí cuando me siento como ellas, sin
casa, sin espejo y es ahí cuando te extraño.
Elena, te instalas en mi carne como a la noche, la
luna. Me consumes. Todos los días me amarras la garganta. Eres el ancla que no
me deja partir, aun en la distancia. Déjame probar si quiera, el olor de la
tierra al fondo del barranco. No te desgastes tú conmigo, porque hay hilos que
ya no tienen remedio. No te contagies de mi agonía y no cargues mi necesidad de
ser y no ser nadie. Necesito probar el dulzor que esconde la amargura, ver mi
corazón volverse pasa y mermelada, para volver a ti con la suavidad del
bálsamo.
Ámame desde lejos porque así estaré más cerca.
Julio.
25
de marzo 1989
Querido mío:
Me hablas de nostalgia como si no la conociera, si
es la nostalgia el ungüento que me revitaliza cuando te instalas en mi carne
como tú lo dices. Y, como una navaja afilada, me pelas la carne y los deseos,
acabas con mi muslo que arde cada noche, mutilas la savia que de él nace. No sé
que más decirte: anhelo tu aliento y me das una palabra.
Pd. Es tu ausencia mi veneno.
Elena.
30
de abril 1989
Recibe de mí una danza rugosa de besos hambrientos.
Perdóname.
Julio.
14
de mayo, 1989
Te perdono porque no hay dolor que no cure la
locura. Aquí todo es tranquilo y cada vez me haces menos falta. He decidido
continuar sin ti que eras mi casa, me contagiaste. Me voy de ti sin rumbo fijo.
Me voy fluyendo como el agua del río, dejando yerba y runas coloridas a mi
paso.
Me dueles desde lejos y de la misma forma te quiero
y te detesto.
Te quiero porque gracias a tu ausencia fui yo quien
hizo el viaje más profundo. Tú eras mi ancla y mi espejo, pero al fin me
liberaste. No necesito más del bálsamo de tu retorno porque ya no estoy herida.
Por otro lado, como ya dije, te detesto. Por creerte
el único motivo de mi carcajada y por hacer de mi espera, tu alimento.
Por fortuna, nos olvidaremos. Todo gracias al paso
de los años, que igual que la goma, nos irá borrando de la hoja de nuestra
juventud. No escribas nunca más porque quiero seguir girando las manecillas de
mis días.
PD: Te amé y con ese amor deseo que algún día seas
tú el pueblo que destruye el terremoto. No me extrañes ahora, en la comodidad
de tu mesita, extráñame entonces, cuando los escombros sean tu único hogar.
Elena, con el vacío y la tranquilidad que sigue a la
tormenta.
He leído solo las cartas que alcanzaron mis manos y
ya me estoy reprochando tanto que no puedo terminarlas, hay tantas cosas que no
logro entender, el amor no puede ser eso; algo se hunde en mi interior y de
pronto siento que voy corriendo tras los recuerdos para tratar de borrarlos
¿has sentido esa incomodidad? Cuando el video de un recuerdo se instala en la
mente y mueves la cabeza como si pudiera sacudirse. Eso hago yo ahora, la taza
de té ya no humea, tomo los papeles que contienen una etapa de mi vida, los
junto con suavidad y los sujeto con el mismo listón.
Estrella Matus y Patricia Matus.