La mente es una cosa
extrañísima, capaz de crear asociación entre dos eventos que no la tienen. Como
el cielo y la cara de X. Conocí a X en la universidad. El primer recuerdo
que tengo de ella es que se sentaba en la fila de enfrente, como yo, pero separada
por otras tantas filas. Después, las filas que nos separaban se hicieron solo
una, y después quedamos en la misma, una detrás de la otra. X y yo no fuimos
amigas, aunque hubo ocasiones en que le conté cosas, le conté mis deseos, le
conté que estuve enamorada y que después estuve desenamorada. Ella me compartió
algunas cosas también, todo en un lenguaje cordial que nunca traspasó las
paredes del salón de clases. Recuerdo cosas de ella como que era más baja que
yo y que tenía el cabello igual de lacio que el mío, que le gustaba el pimiento
morrón, y combinar apio con yogur natural, y también que era impuntual. Me es
complicado recordar los rostros pero recuerdo parte del de ella: lunares
perfectamente alineados sobre una mejilla inmaculada. Nunca le di importancia, pero
desde hace unos meses cuando camino a casa y miro el cielo impecable, la luna
creciente con sus estrellitas magestuosamente alineadas, la recuerdo a ella. Yo
no sé si X sabe que es hermosa porque tiene una extensión del cosmos tatuada en su
mejilla, y tampoco sé si hay más personas que cuando miran el esplendor de la
noche, la miran a ella.