jueves, 8 de septiembre de 2016

La mente es una cosa extrañísima, capaz de crear asociación entre dos eventos que no la tienen. Como el cielo y la cara de X. Conocí a X en la universidad. El primer recuerdo que tengo de ella es que se sentaba en la fila de enfrente, como yo, pero separada por otras tantas filas. Después, las filas que nos separaban se hicieron solo una, y después quedamos en la misma, una detrás de la otra. X y yo no fuimos amigas, aunque hubo ocasiones en que le conté cosas, le conté mis deseos, le conté que estuve enamorada y que después estuve desenamorada. Ella me compartió algunas cosas también, todo en un lenguaje cordial que nunca traspasó las paredes del salón de clases. Recuerdo cosas de ella como que era más baja que yo y que tenía el cabello igual de lacio que el mío, que le gustaba el pimiento morrón, y combinar apio con yogur natural, y también que era impuntual. Me es complicado recordar los rostros pero recuerdo parte del de ella: lunares perfectamente alineados sobre una mejilla inmaculada. Nunca le di importancia, pero desde hace unos meses cuando camino a casa y miro el cielo impecable, la luna creciente con sus estrellitas magestuosamente alineadas, la recuerdo a ella. Yo no sé si X sabe que es hermosa porque tiene una extensión del cosmos tatuada en su mejilla, y tampoco sé si hay más personas que cuando miran el esplendor de la noche, la miran a ella.